Durante decenas de miles de años el ser humano se ha maravillado con el universo y a lo largo de la historia ha ido adentrándose en el conocimiento de multitud de objetos y procesos que suceden en él.
La mayor cantidad de información sobre estrellas, galaxias, planetas y multitud de cuerpos celestes, proviene de la luz que recibimos de ellos, y que en muchos casos ha viajado durante miles de millones de años hasta llegar a la Tierra, para ser detectada por unos seres curiosos y apasionados por la ciencia, los astrónomos.
Recientemente el Premio Nobel de Física del 2017 se entregó a tres investigadores que soñaron con poder estudiar el universo a partir de algo que no era luz, y que se denominan ondas gravitacionales. Para entender que son, debemos remontarnos un siglo a la época cuando el grandioso Albert Einstein postuló su Teoría General de la Relatividad. Para Einstein, los cuerpos están “sumergidos” en una especie de tejido, denominado el espacio-tiempo. La masa de los cuerpos deforma el espacio-tiempo, y por esta razón la Luna gira alrededor del espacio deformado por la masa de la Tierra, y la Tierra a su vez gira en el espacio deformado por el Sol.
La teoría de Einstein predice además que el movimiento acelerado de las masas genera perturbaciones en el espacio-tiempo, como arrugas, que se van propagando a la velocidad de la luz y que el propio Einstein pensó que jamás seríamos capaces de detectar, justamente las ondas gravitacionales.
Los tres investigadores, Kip Thorne, Rainer Weiss y Barry C. Barish, que hace pocos días fueron escogidos para recibir el premio más importante de la Física, se convirtieron desde los años 60 en cazadores de ondas gravitacionales. La tarea no era nada fácil, y solo hoy, después de mucho esfuerzo y dedicación pueden cantar victoria.
El 11 de febrero del 2016 se anunciaba al mundo la detección directa de ondas gravitacionales provenientes de un sistema de dos agujeros negros que al girar, producían las famosas perturbaciones que habían sido esquivas. Para lograrlo se necesitaba construir el instrumento más preciso del mundo, capaz de detectar cosas del tamaño de la milésima parte de un protón. Eso es LIGO, una colaboración de cientos de investigadores quienes finalmente consiguieron el objetivo de confirmar la predicción de Einstein, usando potentes rayos láser que viajan por túneles en forma de L y una técnica que se denomina interferometría, para medir el efecto de contracción de la longitud cuando la onda gravitacional atraviesa longitudinalmente uno de los túneles, comprimiéndolo.
Ya hay cuatro casos más reportados de nuevos hallazgos de ondas gravitacionales, pero el último ha sido la cereza del pastel. El 16 de octubre se anunció al mundo el descubrimiento de generación de ondas gravitacionales provenientes de un par de estrellas de neutrones que chocan. Estos cuerpos son cadáveres de estrellas grandes, que al terminar de consumir su combustible nuclear, explotan en algo que se denomina supernova, y su núcleo interno colapsa formando un objeto supremamente denso, formado principalmente de neutrones, y de un tamaño comparable al de una ciudad pero con una masa que puede ser hasta el doble de la de nuestro Sol.
Lo interesante en esta ocasión es que además de las ondas gravitacionales, se pudo apreciar también la violenta explosión producto del choque de ambos cuerpos, lo que generó una gran emisión de luz en todos los tipos de radiación (incluso en rayos gamma que son extremadamente energéticos). Un total de 70 telescopios, incluyendo instrumentos espaciales, pudieron registrar el fenómeno, lo que se convierte en un hecho histórico para la astronomía en el que participaron cerca de 4000 personas, y que fue publicada en la prestigiosa revista Nature. El destello sucedió en una galaxia relativamente cercana para las inmensas distancias en el universo, pero aun así la luz tardó 130 millones de años en llegar a nuestro planeta para ser detectada el 17 de agosto de este año. Luego de los análisis se confirmó que se trataba de un evento especial, del cual jamás habíamos tenido una prueba observacional, y que se denomina una kilonova.
Por si todo lo anterior fuera poco, se pudo detectar también la generación de elementos pesados, como oro, platino y plomo, a partir de la colisión de las estrellas de neutrones. El choque es literalmente una cocina cósmica en donde se fabrican nuevos ingredientes.