
Compartir información nos ha permitido sobrevivir como especie desde tiempos inmemoriales. Durante miles de años esa comunicación estaba restringida a nuestro entorno más cercano, y los mensajes que mas lejos llegaban eran transmitidos a través de señales de humo, que se usaron para avisar, por ejemplo, sobre posibles ataques enemigos a lo largo de la Gran Muralla China. Sin embargo, en 1888, un joven físico alemán estaba a punto de realizar en su laboratorio uno de los experimentos más influyentes del siglo 19, y de cambiar para siempre la forma de comunicarnos.
Para ese momento, Heinrich Rudolf Hertz era profesor de física en el Instituto Tecnológico de Karlsruhe en Alemania, y se interesaba por estudiar descargas eléctricas. El año anterior había descubierto que cuando iluminaba con luz ultravioleta dos elementos metálicos (electrodos) conectados en un circuito a alta tensión, el arco o chispa que saltaba entre ellos podía alcanzar distancias mas grandes. Hertz describió y publicó los resultados de su observación, pero nunca supo a qué se debía aquel fenómeno. Tuvimos que esperar a que Albert Einstein publicara en 1905 el artículo titulado “Heurística de la generación y conversión de la luz” en donde explica teóricamente el denominado “efecto fotoeléctrico”; la luz de alta energía provoca la emisión de electrones en los metales, que por cierto fue el trabajo por el cual recibe el premio Nobel de Física en 1921.
Volviendo a 1888, al laboratorio de Hertz y al experimento que tendría implicaciones sobre la manera como nos comunicamos, hay que resaltar el dispositivo que había montado, que consistía básicamente en dos esferas metálicas separadas por un espacio de aire, que hacían parte de un circuito eléctrico. Una chispa saltaba entre las dos esferas, dependiendo del voltaje; era un circuito oscilante. La teoría electromagnética que había desarrollado el escocés James Maxwell un par de décadas atrás, predecía la generación de ondas electromagnéticas, y Hertz tuvo que ingeniárselas para detectar la radiación electromagnética que estaba emitiendo su dispositivo. Para ello, construyó otro circuito, esta vez con dos esferas pequeñas, y comprobó que cuando una chispa saltaba en su circuito principal saltaban también pequeñas chispas en su circuito de detección. Pudo además entender su distribución, moviendo el circuito de detección a lo largo y ancho del laboratorio, y calcular el tamaño de las ondas generadas, que eran un millón de veces superior a las ondas de luz visible. Hertz había sido testigo de la chispa de la vida de las que se denominaron ondas hertzianas, actualmente conocidas como ondas de radio.
Su descubrimiento había confirmado experimentalmente la existencia de las ondas electromagnéticas de la teoría de Maxwell, y rápidamente su fama científica se disparó. Gracias a su trabajo, pocos años después nació la radiotelegrafía, aunque su temprana muerte en 1894 impidió que fuera testigo de las múltiples aplicaciones que fueron llegando y que en el siglo XX representaron el despertar de las telecomunicaciones, incluida la radio.
Hertz nunca llegó a sospechar lo que vendría y solía decir: “No creo que las ondas que he descubierto tengan ninguna aplicación práctica”.
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