
El distanciamiento nos mantiene seguros. Me refiero aquí a los cerca de 150 millones de kilómetros que nos separan del Sol, lo que permite que la cantidad de radiación proveniente de la estrella no sea peligrosa para el sostenimiento de la vida, incluyendo la de nuestros congéneres humanos.
Además de que la Tierra siempre “mantenga sus distancias» con el Sol, cuenta con un escudo natural que nos protege de la mayor parte de las abrasadoras radiaciones ultravioleta de la estrella. Se trata de una delgada capa en la atmósfera terrestre, entre los 15 y los 50 kilómetros de altura, que contiene elevadas concentraciones de ozono, una sustancia que se forma de manera natural, compuesta por tres átomos de oxígeno, y descubierta un siglo atrás.
Si a las consecuencias de la radiación solar de alta energía sobre nuestra salud nos referimos – cáncer de piel, cataratas afectaciones a la vista, y la alteración del sistema inmunitario – podríamos decir que el Sol genera el problema pero a la vez nos da la solución. La luz ultravioleta proveniente del Sol es justamente la responsable de desintegrar las moléculas formadas por una pareja de átomos de oxígeno (O2), que posteriormente se recombinan con otras formando ozono (O3).
Desde hace casi medio siglo, la capa de ozono se convirtió en una de las principales preocupaciones de muchos científicos que alertaron sobre la disminución de la cantidad de ozono como consecuencia del uso industrial de compuestos clorofluorocarbonos (CFC). Casi un millón de toneladas de CFC se fabricaban cada año y terminaban en la atmósfera, actuando como un catalizador para destruir las moléculas de ozono; participando cada átomo de cloro presente en ellos, en la destrucción de hasta cien mil moléculas de ozono.
Cuando el problema ya era evidente, la comunidad internacional firmó en 1985 el Convenio de Viena, y dos años mas tarde el Protocolo de Montreal en un esfuerzo conjunto de 193 países para proteger la capa que nos protege, regulando el uso de CFC en la fabricación de multitud de aerosoles, refrigerantes para aires acondicionados y refrigeradores, solventes, y hasta inhaladores para controlar el asma.
Falta un pedazo de cielo, titulaba el astrofísico y divulgador de la ciencia Carl Sagan uno de los capítulos de su libro de 1997 titulado “Miles de millones”. En el recuerda como la invención de los CFC tuvo lugar cuando a finales de la década de 1920 un grupo de científicos, de manera muy cuidadosa y pensando en el medio ambiente, se propuso remplazar los peligrosos, malolientes y hasta mortales gases que se usaban para el funcionamiento de los refrigeradores, con el fin de mejorar la calidad de vida de millones de personas.
Podríamos achar a la ciencia el haber generado el problema, pero, al igual que el Sol, no solamente nos dio la solución sino que hubiera sido muy difícil sobrevivir como especie sin ella.
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