Haciendo un recorrido por los objetos que encontramos allí afuera, a abrumadoras distancias en el universo, los llamados púlsares se cuentan, posiblemente, entre los más exóticos.
Corrían los años 60, en el siglo pasado; la humanidad comenzaba la conquista del espacio y se especulaba incluso sobre la posibilidad de encontrar vida en la Luna, cuando Jocelyn Bell, una joven estudiante de doctorado, detectó con un radiotelescopio una aparente señal inteligente proveniente del espacio.
Por su participación en este hallazgo, Hewish recibió el Premio Nobel de Física en 1974, mientras que su estudiante no fue tenida en cuenta.
El termino ‘púlsares’ significa ‘estrellas pulsantes’; son estrellas de neutrones que se forman como resultado de violentas explosiones, conocidas como supernovas.
Una estrella de neutrones puede tener un tamaño como el de Bogotá, pero su densidad es tan alta que una cucharadita de este objeto podría tener varias veces la masa del monte Everest. Rotan tan rápido que si la Tierra tarda 24 horas en dar una vuelta sobre sí misma, un púlsar puede dar miles de vueltas en un segundo.
Lo que genera la emisión regular del púlsar es su intenso campo magnético, que induce chorros de radiación en los polos de la estrella; es una especie de faro cósmico que podemos detectar desde nuestro planeta cada vez que el chorro de luz (rayos X, rayos gamma u ondas de radio) está en la orientación adecuada, para que pase frente a nosotros.
Se han detectado miles de púlsares; entre los más famosos está el del centro de la Nebulosa del Cangrejo, que corresponde a los restos de una explosión de supernova en 1054.
Esta supernova fue registrada por varias culturas, entre ellas los anasazi, en América, pero solo hasta 1758 un astrónomo francés volvió a identificar con su telescopio esta región del cosmos, que pasó a ser el primer objeto de su famoso catálogo de estrellas (Catálogo de Messier).
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