Esto sería una prueba de la edad finita del universo, cuya expansión hace que sea más oscura.
Además de ser enigmática y oscura, la noche ha marcado la evolución de procesos vitales en la Tierra. Las adaptaciones de nuestros ojos a la oscuridad a través de la pupila y las células en las retinas son un signo palpable de ello.
Desde temprana edad aprendemos que el Sol es el responsable del día y que la ausencia de su luz es debida a la rotación de la Tierra que nos lleva a una región penumbrosa en el espacio.
Pocos habrán pensado en la extraña posibilidad de que el cielo esté siempre iluminado, pero esta era una idea que comenzó a rondar la cabeza de algunos desde el siglo XVI, cuando se introdujo la transición de un universo finito a uno infinito.
La pregunta que surgió en mentes como la de Johannes Kepler era bastante inquietante: si las estrellas están uniformemente distribuidas en el espacio, ¿por qué la luz de todas ellas no hace que el cielo esté completamente iluminado, aun de noche?
La llamada paradoja de Olbers recibe el nombre de otro astrónomo alemán, Heinrich Olbers, quien la popularizó en 1823.
Si el universo es infinito entonces en cualquier dirección que observáramos siempre encontraríamos una estrella que puede estar más cerca o más lejos, pero cuya luz recibiríamos en la Tierra.
Para ilustrar lo que ocurre, podemos ubicarnos dentro de un bosque con gran cantidad de árboles; en cualquier dirección siempre encontraremos el tronco de un árbol.
Varias posibles soluciones a esta paradoja han sido planteadas. El mismo Kepler propuso la existencia de una frontera en el universo dentro de la cual existía un número finito de estrellas. Otros, incluyendo a Olbers, pensaron en grandes nubes de polvo “flotando” en el espacio, que absorbían la luz de las estrellas, como cortinas que impedían ver su brillo.
Curiosamente fue el escritor y poeta Edgar Allan Poe uno de los primeros en sugerir una explicación factible, en su ensayo de 1848 titulado ‘Eureka’: “El único modo de comprender los espacios libres de estrellas que los telescopios encuentran en diferentes direcciones es suponer que la distancia es tan inmensa que un rayo proveniente de allá no hubiera sido aún capaz de llegar hasta nosotros”.
La solución definitiva la dio el cosmólogo Edward Harrison en 1965 al exponer que hay muchas estrellas a enormes distancias de nosotros, cuya luz, que viaja a velocidad finita, no ha tenido tiempo suficiente para recorrer esa distancia que nos separa (las estrellas tienen vidas limitadas y no son eternas). La oscuridad de la noche sería entonces una prueba de la edad finita del universo, pero también sabemos que este se está expandiendo, lo que hace que la noche sea aún más oscura.