
En el siglo XVII, al tiempo que Inglaterra empezaba a consolidarse como una potencia naval, la astronomía dejaba de ser vista sólo como un ejercicio de curiosidad intelectual para convertirse en una herramienta estratégica, tan importante como los cañones y los barcos. El rey Carlos II entendió que el dominio de los mares requería precisión en la navegación, y que para lograr sus objetivos era necesario refinar los métodos para determinar la posición de los barcos.
En 1675 decidió fundar el Real Observatorio de Greenwich, un hecho que convirtió a la ciencia en un asunto de Estado, sumado a la creación de un cargo hasta entonces inexistente, el de Astrónomo Real. La misión inicial de este sonoro puesto era la de aplicar “el arte de la astronomía a la perfección de la navegación y la geografía”. El primero en asumir el desafío fue el astrónomo John Flamsteed, y con él comenzó una tradición que marcaría la historia científica de Gran Bretaña hasta nuestros días.
Tras Flamsteed vendrían Edmond Halley, célebre por calcular la órbita del cometa que lleva su nombre, y James Bradley, descubridor de la aberración de la luz estelar y de la nutación del eje terrestre, es decir, el pequeño movimiento oscilatorio del eje de rotación de la Tierra, que se superpone al movimiento de precesión.
Cada uno de los primeros astrónomos reales aportó descubrimientos relevantes que engrandecieron el prestigio del Observatorio de Greenwich, y representaron avances para la astronomía mundial. Pero entre estos nombres brillantes, la historia también nos habla de un hombre discreto, casi olvidado, que ocupó brevemente ese mismo cargo. El cuarto Astrónomo Real fue Nathaniel Bliss, nacido en 1700 y formado en Oxford como matemático, lugar donde también ejerció como profesor.
Bliss era un hombre dedicado al rigor del cálculo, la geometría y la docencia, con un perfil más reservado que el de sus ilustres contemporáneos. Sin embargo, su destino cambió cuando entabló amistad con James Bradley. El contacto con el Observatorio de Greenwich lo llevó a interesarse profundamente en la observación astronómica y pronto se convirtió en colaborador cercano de Bradley.
Durante la década de 1750, Bliss participó en campañas de observación fundamentales para la astronomía de la época. Entre ellas destaca el tránsito de Venus de 1761, un fenómeno que congregó a astrónomos en todo el mundo y que, comparando observaciones desde distintos lugares, permitió calcular la distancia media entre la Tierra y el Sol; la llamada unidad astronómica. También registró eclipses solares y mediciones estelares que se integrarían a las tablas astronómicas necesarias para la navegación. Pese a no protagonizar grandes descubrimientos, Bliss fue un trabajador incansable en un proyecto colectivo que exigía precisión y continuidad.
Tras la muerte de Bradley en 1762, Bliss fue designado como el cuarto Astrónomo Real. El cargo, que para ese momento ya era símbolo de prestigio nacional, le confería la gran responsabilidad de mantener en marcha la maquinaria de Greenwich y su papel protagónico en el mundo de la ciencia. Sus observaciones, aunque menos espectaculares que las de sus predecesores, respondían a esa necesidad de persistencia. Sin embargo, su paso por el cargo fue efímero, falleciendo el 2 de septiembre de 1764, tan solo dos años después de su posesión, y dejando inconclusa parte de la labor que posteriormente su sucesor desarrollaría con gran proyección internacional.
El destino de Bliss es el de tantos científicos cuyo nombre se diluye en las páginas de la historia. No fue un genio deslumbrante ni un descubridor de fenómenos extraordinarios, sino alguien que supo mantener viva la llama en medio de la rutina silenciosa del observatorio, convencido de que la ciencia no avanza solo a golpe de genialidades, sino gracias a la constancia paciente y al trabajo minucioso. Así como en el universo conviven estrellas brillantes y otras más discretas, el firmamento del saber también necesita de esas luces tenues que sostienen y aseguran la continuidad del conocimiento.