En el 2017 se cumplieron 60 años desde el comienzo de la exploración espacial, marcado por el día en que un artefacto hecho por el ser humano se adentró en el espacio, el Sputnik 1. Desde ese momento se cuentan por miles los satélites y naves de exploración de diversas agencias espaciales y empresas privadas que han abandonado el planeta.
Al comienzo era difícil imaginar que en muy poco tiempo el espacio cercano a la Tierra estaría colmado de objetos inactivos que entraron a formar parte de lo que hoy conocemos como basura espacial, un problema que desde la década de 1990 preocupa a los países que dominan la tecnología espacial. Las órbitas donde se ubican los satélites son limitadas y se están llenando de tráfico espacial, por lo cual se usan alternativas para darles buen retiro.
Una opción es enviarlos a una órbita superior, a cientos de kilómetros sobre las órbitas funcionales más externas, donde no interfieran con los satélites en operación y puedan poner en riesgo otras misiones espaciales; una solución que no destruye la basura espacial y simplemente la aleja de nosotros. Cerca de un centenar de satélites reposan allí.
Por otra parte se les puede enviar a un último viaje suicida de vuelta a la Tierra, en donde se desintegran al ingresar a la atmósfera a miles de kilómetros por hora, por efecto de la fricción. Algo muy similar a lo que sucede con las cerca de 50 toneladas de rocas espaciales que ingresan a la atmósfera terrestre cada día y que en su mayoría se incineran, dejando unas estelas en cielo a las que popularmente se les denomina “estrellas fugaces”.
El problema es que los objetos más grandes no se destruyen completamente y los escombros pueden alcanzar la superficie de la Tierra, lo que potencialmente es una molesta amenaza. Para ello se ha dispuesto de un lugar en el planeta para que sea su última morada.
El cementerio escogido se encuentra en el punto más inaccesible de la Tierra, en el polo de inaccesibilidad del Pacífico o Punto Nemo, el lugar en el mar más alejado de cualquier costa – aproximadamente a 3.000 kilómetros al norte de la Antártida, a 5.000 kilómetros al este de Nueva Zelanda, y con 4000 metros de profundidad – una especie de desierto marino. Los astronautas, que orbitan la Tierra a 400 kilómetros de la superficie, son de hecho los seres humanos que más cerca están de este lugar con cierta regularidad.
Entre los cerca de 300 objetos enterrados allí, se destacan los restos de la estación espacial MIR, desde su fin en el año 2001, y más recientemente naves de abastecimiento para la Estación Espacial Internacional. Justamente allí terminarán los vestigios de la gran casa espacial de la humanidad que se estima finalice dentro de una década.